miércoles, 3 de septiembre de 2008

A MI, ROCA, NO ME GUSTA NADA. DEL REVISIONISMO ETRUSCO A LA DIAGONAL CALFUCURÁ

Manson:-Hace algunas décadas apareció una corriente de historiadores, sociólogos y pensadores que descubrieron que los indios son seres humanos.

Por Enrique Manson.
Hace algunas décadas apareció una corriente de historiadores, sociólogos y pensadores que descubrieron algo que sabíamos hace tiempo: que los indios son seres humanos. Esa nueva corriente ganó espacio, y no ha faltado algún legislador nacional, representante de provincias patagónicas pero de itálico apellido, que propuso declarar algo así como día de luto al 12 de octubre. Justamente, basándose en el hecho de que muchos de estos “revisionistas” descendían de la inmigración de los siglos XIX y XX, Fermín Chávez empezó a tomarles el pelo hablando de un revisionismo etrusco. Claro, pobres etruscos. Su cultura fue aplastada por los romanos y casi nada ha quedado en las tierras de donde han venido muchos de esos defensores del indio. Con el auspicio de personas tan respetables como Osvaldo Bayer –que se nos ha puesto bastante obsesivo y cerrado en ciertos temas- hoy muchos de esos renovadores de batallas lejanas, andan queriendo derribar estatuas de Roca y cambiar nombres de calles. Más auténticas me resultan las pintadas que he visto en la avenida del general de La Larga en la ciudad de Neuquén, en la que manos anónimas –que bien pueden haber sido mapuches- cambiaron el nombre en los carteles indicadores por el de lonco Calfucurá. En estos días, Diego Gutiérrez Walker por una parte, y Nestor Luis Montezanti han vuelto a tocar el tema, y con ello han terminado de tentarme para aportar algunas opiniones, por si valen la pena. Claro que empiezo por decir que A MI, ROCA NO ME GUSTA NADA Decía el maestro Pérez Amuchástegui que la historia es comprensión del pasado. Mal podemos juzgar a quienes ya están muertos, como alguna vez le hicieron al Papa Formoso al que desenterraron para, después de una parodia de juicio –en el que no se podía defender- lo condenaron a ser arrojado a las aguas del Tiber. Me parece que a Formoso, que estaba bastante muerto, no le habrá dolido mucho la cosa. Sin embargo, cuando miramos el pasado, es inevitable que algunos personajes nos ganen el corazón y otros nos sean antipáticos. Hay algunos que nos gustan y otros que no nos gustan. ¿Cómo no me va gustar ese oficial gallego que dejó el ejército español –cuando ya España no existía, porque nadie podía suponer que alguna vez Napoleón se iba a caer- y se enamoró de la tierra en la que había nacido por casualidad. Y la hizo independiente, y luchó, desde lejos, por esa independencia hasta morir de viejo. ¿Cómo no me va a gustar aquel señorito de uniforme a quien llamaban despectivamente padrecito de los pobres, y quien los pobres llamaban de la misma manera. Y por quien decían que su muerte había nublado el cielo? ¿Cómo no me va a gustar el estadista que inventó la argentina, juntando los pedazos que el egoísmo portuario había desintegrado? El mismo que, cuando se vinieron los vapores de guerra y los cañones de las dos primeras potencias de la tierra no les aflojó un tranco de pollo y con su coraje inspiró –un siglo después- aquel triunfo que decía: ¡Que los tiró a los gringos!Juna gran sieteNavegar tantos maresVenirse al cuete No me pasa lo mismo con el presidente que inventó la deuda externa, les regaló el crédito y la moneda a los ingleses, y desató una guerra civil cuando peleábamos contra enemigos externos para conservar a la provincia mas querida. Tampoco me cae simpático aquel que aconsejaba no ahorrar sangre de gauchos, ni ese otro que exigía que se respetara su siesta cuando las esposas y las hijas pedían piedad por los que iban a ser fusilados. Y como me va a gustar Roca. Aquel que consolido la colonia feliz, el que abandonó nuestro protagonismo continental (“San Martín no nos legó la obligación de proteger al Perú”, diría el prestigioso diarito de Mitre), el que pensaba en términos darwinianos y racionalistas de la chusma y de los bárbaros. Nuestras simpatías o antipatías por quienes nos precedieron tienen que ver con la identificación de las ideas, de las creencias, de los sentimientos y de la conciencia del pasado común. GENOCIDIO O ENCUENTRO DE CULTURAS. Durante mucho tiempo, la historia americana fue estudiada desde la perspectiva de los que llegaban. Es vulgar repetir aquello de que si los mexicanos descienden de los aztecas y los peruanos de los incas, los argentinos descendemos de los barcos. Pero es tan erróneo hacernos bajar de los barcos como imaginar nuestra historia desde la perspectiva del indio invadido. La Argentina –hispanoamérica- es tierra de inmigración. De muchas inmigraciones, a Dios gracias, que tuvieron sus choques y sus enfrentamientos, pero que han dado los cimientos para la construcción de un mundo mestizo y original. Acierta Gutiérrez Walker cuando se pregunta si los llamados pueblos originarios no lo son del estrecho de Behring o de las llanuras siberianas.[1] Todos vinimos de ajuera, diría el paisano. Los indios, los españoles de la conquista, los africanos –que no vinieron por su voluntad pero aportan a la cultura y a la identidad común- los gringos del XIX (que incluyen a los nuevos gallegos, que no eran Irala y Garay) y del XX. Y hasta los del XXI, con sus ojos rasgados y sus lenguas endemoniadas. Allá por los sesenta del siglo pasado, Nicomedes Santa Cruz, poeta negro peruano, hablaba de este continente poblado por Rubias bembonas, indios barbudos y negros lacios. La conquista española fue cruenta. Como la de los aztecas en el valle de México o la de los incas en el Perú. Como la de los mapuches en territorio que ellos llamaron tehuelche, pero que pertenecía a quienes se decían Aonikenk o Günün-a-küna, según fueran del sur o del norte patagónico. La conquista española fue cruenta, pero España fue el único imperio que hizo examen de conciencia. No sólo por el promocionado Fray Bartolomé de Las Casas, sino por aquel dominico, Francisco de Vitoria, que jamás había pisado el mundo de Colón pero que cuestionaba desde la Universidad de Salamanca, que “el emperador fuera Señor del Mundo”, que el Papa tuviera derecho a asignar las tierras americanas, y que afirmaba que los bárbaros (hoy tal vez, los pueblos originarios) eran dueños legítimos de sus tierras. Es cierto que, cerca del rey, no faltaban los que a su manera aseguraban que Moctezuma tenía armas de destrucción masiva. Fue cruenta, pero ¿fue un genocidio? Claudio Sánchez Albornoz hizo alguna vez un estudio acerca de la reducción de población aborigen en la América post colombina. El establecía diversas causas, la primera desde luego, las muertes en las guerras de conquista. Otra era el resultado de la explotación abusiva en casos como los de la minería de metales preciosos, y también la producida por enfermedades importadas de Europa, para las cuales los americanos no tenían defensas.[2] Pero no menos importantes fueron las resistencias psicológicas a los embarazos y los abortos provocados por las madres indias que, no querían traer hijos a un mundo que había cambiado profundamente, y no sólo por la dureza de las condiciones de explotación, sino por que el reemplazo de una cosmovisión por otra, que llenaba de misterios al porvenir. Sin olvidar el genocidio erótico producido por el mestizaje. Cada mestizo que nacía era un indio (y un español) menos en la estadística. Es que si en muchos lugares del continente hubo brutales violaciones, en otras la cosa fue bastante voluntaria. Como en el paraiso de Mahoma, como llamó algún casto fraile a nuestra Asunción del Paraguay. Cuenta Ulrico Schmidl de la niñas que una noche habían sido elegidas para acompañar a Irala y se escaparon cuando el caudillo dormía, y agrega: “Es que nuestro capitán era viejo. Si nos las hubieran dado a nosotros, los infantes, seguramente no se habrían escapado”. De ese mestizaje, no siempre forzado, nacieron los mancebos de la tierra que acompañaron a Garay y que hicieron que Santa Fe y Buenos Aires fueran ciudades americanas pobladas por americanos. Fueron los enemigos de España los que, exagerando hechos reales, crearon la leyenda negra. Aquellos que no se mezclaban con los indios y que preferían exterminarlos o encerrarlos en zoológicos humanos llamados reservaciones. Fue un embajador norteamericano en México el que instaló en su sede el retrato de Moctezuma, que fue la rendición, cuando tal vez hubiera sido más apropiado hacerlo con el de Cuautemoc, que fue la resistencia. Pero algunos prefieren pelearse con Felipe II, que está muerto y enterrado y olvidarse que la que se pasea por nuestros mares es la IV flota (humanitaria) de los Estados Unidos. Pero la conquista fue el germen de la unidad que fue el sueño de San Martín y Bolívar, de Perón y de Ibáñez y que hoy, en el 2008, estamos mas cerca que nunca de alcanzar. Aporta a esa unidad el que un lacandón de Chiapas y un guaraní de Misiones sólo puedan entenderse en Castilla. VENIMOS DE DISTINTOS ORÍGENES PARA CONSTRUIR UN DESTINO COMÚN Todos vinimos de afuera. Y todos nos mezclamos acá. En esta Patria que se construye día a día. Que se estaba construyendo cuando Roca andaba por los desiertos en lo que, como dice Montezanti, fue un paseo militar, casi sin acciones bélicas. Y con un particular genocidio, del que cita al arquitecto indigenista de Bariloche Santana diciendo: “... despreciaba (Roca) al aborigen al punto tal de llegar a asesinar 350 mil personas y quitarles sus tierras”. La cifra es disparatada a más no poder, aunque es cierto que el Zorro “despreciaba al aborigen”, por que su credo era aquel que ponía “el progreso” en “el hombre blanco: científico -el pensamiento positivista-, unilateral. excluyente.” Y por eso, entre otras cosas, Roca no me gusta nada. Por que una cosa era ocupar el espacio sólo poblado por los restos del imperio de Calfucurá –que efectivamente no existía desde 1874- y ganarle de mano al expansionismo chileno, y otra las salvajadas a que se sometía, desde el darwinismo positivista, a los salvajes. Que tampoco eran nenes de pecho al tratar a las cautivas. Ocupar antes que los chilenos, y aquí una disgreción. No me parece serio insistir con la chilenidad de los mapuches. Venían tan de afuera como los criollos y los gringos, pero la nacionalidad estaba en construcción. Y Namuncurá juró la bandera argentina, aunque su padre hubiera nacido del otro lado de la cordillera. De todos modos, el indio fue el derrotado. Y derrota es humillación, y por generaciones, los descendientes de los vencidos se tuvieron por menos. Muchos, si no todos, eran los hijos y nietos de indios que ocultaban o disimulaban su origen. Es positivo que hoy eso esté cambiando. Cada vez son más los que reivindican su origen, como con igual derecho todos reivindicamos el de cada uno, aceptando la diversidad originaria pero construyendo a la unidad de destino. Aunque la mezcla, el mestizaje, se dio de tal manera que no falta el guerrero destacado que, pese a ser en su vida jefe de muchos hombres de lanza, era en su origen, huinca.[3] Hoy las comunidades indígenas están entre los sectores más postergados de nuestra sociedad. Pero no son los únicos. Y su recuperación y el legítimo derecho que ejercen para la defensa de sus intereses no justifica suponer a la Argentina como un país multinacional. Justamente en momentos en que la gran batalla de nuestra América es la que se da frente a la posibilidad de producir, por fin, la unidad soñada por los fundadores de la independencia. En un momento extraño en que las partes de la nación hispanoamericana están gobernadas por un milico nacionalista, un economista que cree en la economía al servicio de su pueblo, un obrero industrial, la hija de un asesinado de Pinochet, un indio aymara, una militante de la JUP de los ’70. Algo está cambiando. Acierta Norberto Galasso cuando dice que San Martín y Bolívar vuelven a cabalgar en nuestro continente. Es cierto que esa unidad, la única posibilidad de un destino en el mundo que se acerca, tiene sus enemigos. Y no sólo los grandes poderes mundiales. También el racismo antiamericano de algunos blancos de Santa Cruz de la Sierra y de algunos blancos de Caballito. Pero hay un renacer de la que a principios del siglo pasado un poeta, Rubén Darío, a quién la burocracia colonialista ubica como nicaragüense llamaba en su poema a Roosevelt La América ingenua que tiene sangre indígena Que aún reza a Jesucristo y aún habla en español Y la que actualizaba en la segunda mitad del mismo siglo, aquel negro peruano que decía: Nací cerca de Cuzco Admiro a Puebla Me inspira el ron de las Antillas Canto con voz argentina Creo en Santa Rosa de Lima Y en los Orishas de Bahía…. Poso la frente en el Río Bravo Me afirmo pétreo sobre el cabo de Hornos Hundo mi brazo izquierdo en el Pacífico Y sumerjo mi diestra en el Atlántico Por las costas de oriente y occidente Doscientas millas entro en cada Océano Sumerjo mano y manoY así me aferro a nuestro Continente En un abrazo Latinoamericano.

No hay comentarios: